martes, 21 de mayo de 2013

Los ojos del doctor


“Corría el mes de enero del año 1966 en Cipolletti, Rio Negro, Patagonia Argentina.
Era pleno verano en el Alto Valle del Rio Negro y Neuquen, o Región Comahue, y la actividad frutícola estaba en total apogeo.
En mi casa, ubicada en el centro de la ciudad, reinaba un silencio de siesta y un joven purrete pelirrojo de unos doce años, se entretenía jugando a la guerra con unos soldaditos de plástico, en la terraza posterior del primer piso, donde vivíamos. En el interior, mi padre, medico pediatra muy querido por los vecinos, reposaba plácidamente, en tanto mi madre Carmen y la empleada Filomena se dedicaban a los quehaceres domésticos.
Afuera, a pocos kilómetros de la localidad, en un paraje llamada Cuatro Esquinas, mi hermano mayor de quince años y mi hermano menor de nueve, disfrutaban del placentero clima, en el balneario, junto con otros jóvenes de similares edades. Y yo allí deleitándome con mis soldaditos como un General de in ejercito imaginario, porque la norma era que siempre debía quedar uno de nosotros junto a nuestros padres. Y ese día, fue mi turno, quien buscaba en esos juguetes no aburrirme, ya que en esa época solo había televisión en blanco y negro y las horas de transmisión eran muy escasas.
De pronto, a eso de las tres y media de la tarde, sonó el timbre. Fue un sonido fuerte, cruel, inhumano, como si un millón de trenes chocaran entre si, al unísono. Sobresaltado fui a ver quien era. En ese momento, Pocho, medico muy amigo de la familia subía las escaleras con gran resolución. Yo estaba allí parado, esperando junto a Filomena, al final de la misma. Y entonces pude observar perfectamente en sus ojos aquellas imágenes terribles que aun hoy, cuando vienen a mi memoria, me aterran.
Algo malo y tenebroso le había sucedido a mi hermano menor. Y supe distinguirlo todo, tal como una película de terror. Vi como el impetuoso Rio Neuquen lo arrastraba y tragaba sin piedad, ante la mirada atónita de los presentes, quienes no atinaron a hacer nada para evitarlo.
Y yo lo percibí en  esos ojos profundos y lastimeros del buen doctor, mientras subía las escaleras con mucha agitación.
Me espanté y salí corriendo con el fin de resguardarme en el fondo de la azotea, donde permanecí largo rato, sollozando, hasta que alguien fue a buscarme, en medio de los desgarradores llantos de mis progenitores.
Jamás volví a experimentar algo semejante. Pero ese día, 11 de enero del ’66, un día apacible de verano sureño y patagónico, nuestras vidas cambiaron radicalmente para siempre”.


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