miércoles, 22 de mayo de 2013

Viaje por el túnel del tiempo


“Y allí estaba yo, algunos años después, subiendo los peldaños del antiguo hogar maternal; de mi infancia; de mi niñez y de mi temprana adolescencia, los cuales, antaño eran de granito y ahora alfombrados de verde.
En el descanso, ocho escalones mediante, me espera una puerta de madera con tres vidrios fijos divididos por tabiques y por el cual, en el inicio de mi azarosa juventud, traspasé con mi frente, yacía otra, en cuyo interior estaba la caldera que calentaba la vivienda, y que ahora solo era un pequeño espacio vacío para guardar cosas. Alguna vez mi madre puso allí unos cueros de zorros que nos habían regalado, hasta que el olor nauseabundo hizo que los tirara a la basura.
Al mirar hacia arriba, la segunda parte de la gradería, en forma de ele, unos veinte escalones, también tapizados de verde, terminaba en una plataforma donde alguna vez hubo un postigo de manera que llegaba a la cintura y se cerraba con un pestillo en el otro extremo de la misma. Las dos barandas de bronce reluciente, cilíndricas y con un grosor inusitadamente vasto, me hicieron recordar que formaban parte de una historia inexorablemente perdida.
Apenas subí, pude observar, a la derecha, una oficina que alguna vez fue un consultorio de mi querido padre y una balaustrada que daba a la calle, encontrándome con Silvina, una joven y bella secretaria hija de un antiguo compañero de mi infancia, que me permitió zambullirme en el nostálgico pasado de una infancia feliz.
Al salir del balcón, lo noté igual de hermoso, aunque los arboles de antaño, con unas pepitas claras y pinchudas, habían sido remplazados por otros distintos. Alargué mi mano al vacío y toque una hoja, la cual noté agradablemente aterciopelada.
¡Las cosas que viví con mi hermano mayor y con mis amigos en ese sitio donde chismeábamos a las personas desde aquel atalaya tan privilegiado de nuestra niñez!
Uno de mis episodios más escabrosos ocurrió allí, cuando salivé en la calvicie de un vecino que pasaba por ahí, y que yo acerté en el lugar exacto de su testa, con una precisión milimétrica.
El pobre hombre, de origen hebreo y del este de Europa, subió las escaleras como alma que lleva el diablo, vociferando toda clase de epítetos en una mezcla de castellano e idish y que aún resuenan en mis oídos junto a la reprimenda de mi querido padre.
Me retiré de la estancia con mucha pena, y pasé de la antigua sala de espera, donde los párvulos con sus madres esperaban que mi progenitor los atendiera con la calidez y profesionalismo que lo caracterizaba.
Pero todo aquello había cambiado, pues se fusionaba con el living donde se agasajaba al círculo íntimo familiar, y en cuyo lugar, cándidamente tire al suelo un enorme televisor blanco y negro, ante la atónita mirada de Rosita, una entrañable amiga de toda la vida.
Un tabique herméticamente instalado, lo separaba de una escalinata. Aun así, pude vislumbrar a la piecita del fondo, donde se solían guardar valijas y algunas prendas de valor y que ahora sólo  era un humilde depósito de objetos inanimados.
Retrocedí y entre de lleno en un pasillo que siempre consideré enormemente largo y oscuro, y que ahora sólo  parecía estrechísimo, terminando en el baño principal, que conserva con altivez su antiguo esplendor.
A la derecha la pieza de mis padres y la nuestra ya no están separadas sino que la pared que las divida, desapareció y los amplios ventanales de nuestra habitación siguen estando frente al balcón, donde yo que dormía en la cama mas cercana al pasillo, curioseaba levantando la cabeza de la almohada.

Mis pasos dieron con lo que era la concina comedor, donde una bandera o tragaluz, dejaba colar una haz de luz asombrosamente durante todo el año, y por donde se filtraba la música de Sur Promotora y del cual no quedaba ningún vestigio, como tampoco la cocina donde mamá nos deleitaba con churrascos, papas fritas y ensaladas, y que comíamos con enorme avidez. Lamentablemente aquel sitio se había transformado en un frio depósito de ficheros.
Me impactó lo reducido que me parecía ese lugar ahora.

Por ultimo crucé el umbral que daba al patio y llegué a lo que anteriormente fue una azotea amplia y a cielo abierto, impactándome emocionalmente pues aquello era ahora no mas que un recinto cerrado y reacondicionado para espectáculos teatrales y titiriteros, llenos de sillas, luces y mampostería circense. Del paredón que rodeaba toda la terraza y por el cual nosotros cruzábamos para bajar como gatos hacia la vecindad, ni noticias. Y aquel techo de chapas y columnas que utilizábamos para subir hacia la parte mas elevada de la residencia, fue remplazado por paredes rectas y angulosas que impiden cualquier infiltración del pasado. Observé, en pero, que aun estaba la habitación de la empleada domestica; el lavadero con su lavatorio, y un baño externo donde alguna vez, en un parche de cemento fresco, alguien se inmortalizo con la palabra Corina, y cuya inscripción juzgo que sigue quedando debajo del fino y de la inmaculada pintura que impregna todo el lugar.

Al fondo, en el galponcito donde guardábamos todo el traste viejo sigue allí, renovado y remodelado con especial énfasis. La escena de mi entrañable abuela Celestina llamándonos para mostrarnos los chanchitos de la india recién nacidos, irrumpió en mi mente, como un resorte que deja al descubierto imágenes del pasado que siguen allí, acumuladas en las entrañas mismas de aquella casa de mi niñez y de parte de mi adolescencia.

Saludé a Silvina con un beso de despedida, y baje la escalinata acongojado y nostálgico. Un frío penetrante y bestial inundo mi alma al llegar a la vereda. La vida me volvió a la realidad. Un purrete rubio y gordito casi me pasa por encima, mientras corría animadamente sin detenerse.
Algo en él me hizo recordar mi pasado”.


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